DE HUMO Y HUMORES (I)

Y bien… aquí estoy. Un día más a sumar a la vida, la que me tocó en suerte, con la que tengo que pelearme continuamente como todo hijo de vecino. Pero este día, este doce de abril no es un día cualquiera, porque tal día como hoy: ¡NACÍ! y eso no es moco de pavo y menos cuando ya la cifra es considerable, el cuaderno de ruta lleva muchas páginas escritas… suficientes como para a veces estar contentísima con la vida y para al rato caer en la más profunda de las obscuridades.

Me reconozco optimista y luchadora (igual es que no me ha quedado otro remedio, vete tú a saber) pero lo cierto es que estoy contenta con esas dos virtudes. Porque son virtudes, de eso no me cabe ninguna duda. Y es que el mundo está muy revuelto y el mío últimamente más. Pero… ¡eloquehay!

A mí me gusta cumplir años y por estas fechas me entraba siempre una especie de necesidad imparable de hacer balances pero últimamente me estoy dando cuenta de la cantidad de cosas que ya me importan un pimiento. A veces hasta me asusto y pienso si no serán demasiadas, pero… ¡qué va, qué va!... y es que…

Nací en casa, como todos los pueblerinos, porque no teníamos más remedio si es que queríamos nacer. Bueno, para no faltar a la verdad, también se podía nacer bajo una encina en la época de la recogida de las bellotas, bajo un olivo en la de la aceituna o junto al arroyo donde lavaban las mujeres la ropa si el parto acontecía en el día de hacer la colada, pero esas opciones se daban menos veces y no fue mi caso.

Aquél día fueron a verme mis abuelos, mis tíos, mis vecinos y los quintos de mi padre, que según iban llegando y para felicitarle se ponían todos (sería por ayudarle a mitigar los nervios) a fumar a mi lado mientras me hacían arrumacos y discutían a quién me parecía. Al médico se le obsequió con un buen puro en agradecimiento a su labor y muy contento, sacó la mecha y los chismes de chiscar, lo encendió y soltando grandes bocanadas de humo, me auscultó y luego con esa tranquilidad que sólo dan las caladas profundas a los puros, confirmó lo que anteriormente ya había dicho a mis padres, que a pesar de la inmensa calva que lucía el recién nacido… era niña.

En el bautizo la fiesta fue de órdago, como sólo se merecen los primogénitos y yo lo era. Mis padres, previsores, se habían apretado el cinturón (un poco más de lo que ya lo tenían) y se estiraron para quedar bien y hubo tabaco, dulces y vino para todos. Se quedaron cortos con los dos pollos de corral que nos regalaron mis respectivos abuelos, pero se solucionó echando más arroz… y todos contentos.

Yo dormía, mamaba y volvía a dormir, con lo cual a los dos meses estaba hecha un pimpollo (calva, eso sí)

Y así viví mis primeros años, entre el humo de la familia, amigos, conocidos y espontáneos varios, pero esa historia… os la contaré otro día…

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¡Espero que os guste la tarta!

Luisa Arellano